Antonio Dubravcic Luksic
En 1898 la oligarquía paceña comenzó a confabular para que la sede del Gobierno sea trasladada de Sucre a La Paz. Esgrimió, como fino pretexto, la idea de federalizar al país. Un paceño, el Gral. Pando, senador por Chuquisaca, se puso a la cabeza del ejército altiplánico y muchos sucrenses se presentaron como voluntarios para defender la capitalidad.
En 1898 la oligarquía paceña comenzó a confabular para que la sede del Gobierno sea trasladada de Sucre a La Paz. Esgrimió, como fino pretexto, la idea de federalizar al país. Un paceño, el Gral. Pando, senador por Chuquisaca, se puso a la cabeza del ejército altiplánico y muchos sucrenses se presentaron como voluntarios para defender la capitalidad.
Varias fueron las escaramuzas en la más cruenta guerra civil boliviana. El 24 de enero de 1899 el ejército sucrense, a su paso por el pueblo de Ayo Ayo, dejó en la iglesia del pueblo a veintisiete heridos para su recuperación.
Los campesinos en número más crecido y capitaneados por Zarate Willka, se precipitaron sobre el pueblo, pensando hacer presa segura de todos los que se habían refugiado en el templo. Se situaron en las calles cercanas a la plaza, incendiaron seis o siete casas, robaron, destruyeron todo lo que encontraban a su paso y dieron muerte a algunos vecinos, entre ellos a Lorenzo Blacutt, Gregorio Luna y otros. Luego estrechando más el campo de acción, cercaron la manzana donde estaba la iglesia y la incendiaron íntegramente.
Los que estaban asilados en el templo, llenos de terror ante la magnitud del asalto, no supieron que hacer. Algunos de ellos, los más serenos, se situaron en la torre y desde allí empezaron la cacería de los sitiadores, a tiro certero, con el propósito de amedrentarlos y dispersarlos, mientras los otros, y los sacerdotes, oraban y pedían a la providencia los salvase de tan apurado trance. Pero los campesinos lejos de intimidarse, y enfurecidos más bien con la muerte de sus compañeros, y embrutecidos por el alcohol, prendieron fuego al templo y de una oleada derribaron la puerta. Se introdujeron allí, y sin oír nada, se apoderaron uno a uno, del coronel Jose Avila, del teniente coronel Melitón Sanjinés, del capitán Andrés Loza y de todos los que allí se encontraban, y los sacaron a empellones al cementerio, donde les dieron una muerte cruel y tormentosa.
|
Faltaban aun los sacerdotes. Don Juan Fernández de Córdova, capellán de uno de los escuadrones derrotados en el Crucero, don José Rodríguez, cura de Viacha y don Francisco Gómez, cura de Ayo Ayo, que había acudido al templo, en demanda y cuidado de los heridos, se había revestido de los ornamentos sagrados, teniendo uno de ellos, Córdova, la custodia del Santísimo Sacramento en la mano, se colocaron en el tabernáculo, creyendo que esta actitud seria respetada por la horda. Más todo era en vano. Los campesinos enfurecidos aún más y con la sangre hasta los tobillos, se lanzaron sobre los sacerdotes, los despojaron de sus vestiduras, y los condujeron también al cementerio, donde los victimaron igual que a los otros... No hubo piedad alguna con ninguno.
Al caer la tarde, la turba comandada por Pablo Zárate Willka, rompió la puerta de la iglesia; un sacerdote R.P. Fernández de Córdova blandiendo el santo crucifijo les pidió paz en nombre de Dios. A este y a otros dos más, los llevaron a la plaza. Cercenaron la pierna de uno de ellos, le abrieron el pecho y extrajeron su corazón para comérselo. Después de descuartizar a machetazos a los otros dos curas, se dirigieron hacia el interior de la iglesia, envalentonados por su gran hazaña.
Los jóvenes universitarios sucrenses, vieron el avance inexorable de la muerte que ingresaba por la puerta destruida. Un indígena observó a un sucrense herido que yacía en el suelo, alzó la picota que portaba y clavó la punta afilada en su rostro. A otros les mutilaron los pies; luego, las manos antes de ser degollados. A los demás los llevaron hasta las vigas del templo para amarrarlos de los pies, quedando colgados boca abajo. Con sus cuchillos filosos, y con una precisión de expertos carniceros, les vaciaron todas las vísceras.
En el cementerio y en la puerta misma de la iglesia se veía un hacinamiento de cadáveres, descuartizados y horriblemente mutilados. Una escena de horror indescriptible.
Eran veintitrés cadáveres o restos de cadáveres de jefes antiguos y meritorios, de ancianos sacerdotes y de jóvenes distinguidos de la sociedad chuquisaqueña.
En el mismo cementerio, en la plaza y en las calles próximas, hallábase también tendidos más de ciento cincuenta indígenas muertos a bala por los que se habían encerrado en el templo.
Casualmente, el escuadrón Junín derrotado en Corocoro, llegó a las cercanías de Ayo Ayo, en los mismos momentos en que se realizaba la masacre, pero ignorando de estos sucesos, y no pudiendo entrar al pueblo por la actitud hostil de los del lugar, siguió su camino al cuartel general de Viacha.
Tres días después, apostó en Ayo Ayo el capitán general don Severo Fernández Alonso, a la cabeza de sus fuerzas militares... Encontró en el cementerio el hacinamiento de cadáveres en medio de charcos de sangre que ya empezaba a coagularse. Profunda-mente consternado ante este horroroso espectáculo, mando lavar y dar cristiana sepultura a aquellos restos humanos.
Eran veintitrés cadáveres o restos de cadáveres de jefes antiguos y meritorios, de ancianos sacerdotes y de jóvenes distinguidos de la sociedad chuquisaqueña.
En el mismo cementerio, en la plaza y en las calles próximas, hallábase también tendidos más de ciento cincuenta indígenas muertos a bala por los que se habían encerrado en el templo.
Casualmente, el escuadrón Junín derrotado en Corocoro, llegó a las cercanías de Ayo Ayo, en los mismos momentos en que se realizaba la masacre, pero ignorando de estos sucesos, y no pudiendo entrar al pueblo por la actitud hostil de los del lugar, siguió su camino al cuartel general de Viacha.
Tres días después, apostó en Ayo Ayo el capitán general don Severo Fernández Alonso, a la cabeza de sus fuerzas militares... Encontró en el cementerio el hacinamiento de cadáveres en medio de charcos de sangre que ya empezaba a coagularse. Profunda-mente consternado ante este horroroso espectáculo, mando lavar y dar cristiana sepultura a aquellos restos humanos.
Luego vino un silencio fúnebre. El aimara de pura cepa, Zarate Willka, levantó su pie y posó su abarca ensangrentada sobre el pecho del cadáver más cercano. Ahíto de sangre y vísceras, esbozó una sonrisa y con su mirada torva escudriñó el cuadro dantesco. La faena fue perfecta. No entendía de federalismos ni le importaba la capitalidad, solo deseaba dar rienda suelta al resentimiento que salía del fondo oscuro de sus entrañas. La sinfonía de sangre había terminado; el festín fue del agrado de todos los comensales.
Zarate Willka, un individuo subterráneo y violento que encarna el odio y el racismo, no puede representar al indígena paceño en un billete nacional.
El Banco Central de Bolivia ha ofendido el sentimiento de todo el pueblo chuquisaqueño al homenajear a este siniestro personaje.